sábado, 26 de marzo de 2011

Somosaguas


ME he acordado mucho estos días de mi amigo Alfonso Botti, hispanista italiano especializado en la historia de la Iglesia en la España contemporánea. Alfonso es un historiador brillante y un hombre de izquierdas al que exaspera la debilidad mental de los medios progresistas españoles cuando se enfrentan con el hecho religioso. Podría haberme acordado de sensatos críticos conservadores, al observar el tratamiento mediático del asalto a la capilla universitaria de Somosaguas perpetrado el pasado día 10, pero lo que verdaderamente he echado en falta es una figura como Botti, alguien que, desde la izquierda, pusiera a los periodistas de izquierda ante la evidencia de su estupidez colectiva. Sin embargo, lo último que tuvimos de ese género en España fue el Unamuno socialista, cuyas denuncias de la necedad anticlerical de los publicistas vascos del primer PSOE son comparables a la famosa definición que Bebel hizo del antisemitismo de su tiempo: «El socialismo de los imbéciles». Ya hace un siglo largo que la izquierda española no alumbra a nadie de su talla.

El problema, en efecto, no reside en el puñado de histéricas que montó el numerito satánico en la mencionada capilla, porque la coprolalia, el exhibicionismo y las logorreas blasfematorias, con o sin megáfono, son sólo síntomas, bien de neurosis o de posesión diabólica. Las familias de las implicadas no deben desesperar, porque ambas disfunciones tienen cura. La terapia psicoanalítica es larga y costosa, pero hay otros métodos para calmarlas —al menos, durante una temporada— que ya probaron su eficacia en los días del eximio Charcot. Si fallaran, queda un par de ermitas galaicas a las que recurrir antes de pensar en Lourdes.

Lo preocupante, digo, no está tanto en estas pobres piradas como en sus hermeneutas de la prensa progre. Los hay que hablan de un regreso del mayo del 68, cuando es evidente que a aquéllas no las ha enloquecido un 68 del que ni han oído hablar, sino acaso un abuso del 69. Y, desde luego, la lectura de ciertos periódicos desde los que se ha tratado de cabestros a los obispos, se han prodigado chistecillos ingeniosos sobre las violaciones de monjas y ahora se circunscribe la indignación por los hechos de Somosaguas a «sectores católicos y conservadores». ¿Qué habría dicho Unamuno al respecto?

La fantochada de Somosaguas es equivalente a las alegres profanaciones de cementerios judíos franceses como el de Carpentras, que preludiaron ataques terroristas a sinagogas y derivaron finalmente en una situación de acorralamiento de los judíos por la izquierda antirracista. Tales hechos no se produjeron bajo un régimen pronazi, sino en una democracia, y si no han llegado más allá es porque en Francia este tipo de delitos preocupan por igual a todos los demócratas, judíos y gentiles, conservadores y progresistas, y la prensa, aun la más progre, se cuida mucho de reírles las gracias a los nuevos antisemitas y negacionistas de la extrema izquierda. El anticatolicismo español, por el contrario, ha encontrado comprensión maternal en un periodismo teóricamente democrático y un cómodo terreno de pruebas en determinados campus universitarios beneficiados por la impunidad, al amparo de una autonomía manipulada.


JON JUARISTI Día 20/03/2011

El laicismo como ficción


Atónitos nos hemos quedado al conocer que el grupo de estudiantes que exhibieron sus torsos en la capilla de la Universidad Complutense fueron detenidas como peligrosas delincuentes. Patidifusos, cuando nos hemos enterado que se le imputan dos graves delitos contemplados en el código penal y, finalmente, indignados al saber que se acepta una querella criminal de la asociación ultraderechista Manos en Alto, perdón, Manos Limpias.

Vivimos en la ficción de pertenecer a un país laico, nos pavoneamos de nuestro avance cultural y civilizatorio pero estamos instalados en el "quiero y no puedo" de una sociedad que predica no ser confesional mientras mantiene la religión en todos sus espacios públicos e incluso reserva varios artículos en el código penal -y subrayo penal- para castigar a los que se burlen de las creencias religiosas.

El actual código penal tipifica la profanación con penas de hasta dos años de prisión y la ofensa los dogmas, creencias o ritos religiosos con penas de multa de ocho a doce meses. Un artículo ,el 525, de extraña aplicación, porque como compensación contiene una segunda parte que penaliza con iguales condenas a los que hagan públicamente escarnio de quienes no profesan religión o creencia alguna.

De su aplicación se sigue que, si las jóvenes estudiantes cometieron -no una falta o una simple falta de educación- sino un delito contra las creencias religiosas, la Iglesia católica, así como los medios afines, incurren de forma habitual en este mismo delito cuando en numerosos actos públicos denuncian la homosexualidad, se manifiestan contrarios a la igualdad de derechos de las mujeres, o consideran un asesinato la interrupción voluntaria del embarazo, ya que se trata de declaraciones en las que ofenden a todas las personas que no profesan sus mismas creencias. Si los agnósticos y ateos hubiesen ido al juzgado o a la comisaría cada vez que se han visto ridiculizados, censurados e insultados por los representantes de la iglesia y sus apologetas no habría bastantes juzgados en nuestro país para tramitar las denuncias.

Nada de esto ocurriría si las creencias religiosas se situaran en el terreno de lo privado y no se pretendieran imponer, de una u otra forma, a través de las instituciones del estado. El laicismo, lejos de ser un arma contra tal o cual religión, es una garantía del respeto del estado a la conciencia individual y es la base de una convivencia respetuosa con todas las creencias. Muy mal debe ir una religión cuando sólo se puede mantener por una posición de privilegio y de confrontación.

La presencia de capillas, crucifijos y símbolos religiosos abarca todos los espacios de nuestra vida: numerosos hospitales andaluces mantienen en lugares preferentes capillas reservadas al culto católico dentro de sus instalaciones; son muchos los institutos donde falta espacio para las clases pero tienen recintos religiosos; la Diputación de Almería está presidida por un gran Cristo crucificado y, en la toma de posesión de un buen número de Ayuntamientos andaluces, junto a la Constitución española, se coloca un crucifijo testigo de la toma de posesión de los cargos públicos. Pero la presencia más chocante y contradictoria es en la Universidad donde se proclama el pensamiento científico mientras se permanece bajo la advocación de santos y vírgenes. Por si queda alguna duda de esta incompatibilidad, el arzobispo de Granada nos ha aclarado que "la ciencia es peor que la Educación para la Ciudadanía" y ha apuntado que el origen de todos los males que aquejan a la sociedad es "el culto a la razón y la Ilustración francesa". Varios siglos después de que los ilustrados proclamaran la separación de Iglesia y Estado, todavía se debate en los claustros universitarios si se suprimen las capillas, las misas o el patronazgo de quienes defienden la superstición o el misterio frente a la ciencia. ¿De verdad estamos en el siglo XXI?

CONCHA CABALLERO 26/03/2011

Teoría y realidad de la ley contra el fumador


Quizá no por entero, pero en aspectos importantes la "Ley 42/2010, de 30 de diciembre, por la que se modifica la Ley 28/2005, de 26 de diciembre, de medidas sanitarias frente al tabaquismo", etcétera, etcétera, es un golpe bajo a la libertad, una muestra de estolidez y una vileza. Vayamos, brevísimamente, por partes, y en cada una con solo un par de calas.
Golpe bajo. Dejemos de lado que no pocos de los argumentos contra el tabaco carecen de rigor científico y son simple fruto del desconocimiento, por las actuales insuficiencias de la investigación. (Como cuando hace unos años el aceite de oliva se consideraba malo para el colesterol y se excluía de la "sana dieta mediterránea" en la que hoy tanto se ponderan sus virtudes). Concedamos asimismo que la prohibición de fumar en muchos lugares públicos es una medida juiciosa. En muchos, sí, bien está, pero ¿en todos?
A los fumadores en ejercicio se les veta la entrada en multitud de sitios, mientras a nadie se le fuerza a ir a los bares o restaurantes que aquellos elijan. ¿Cuál es el problema para que los fumadores -clientes, dependientes y dueños- dispongan de lugares en que los no fumadores sean libres de no entrar? Cada uno puede hacer de su capa un sayo: contra su voluntad no hay por qué protegerlo de vagos peligros. Más de las tres cuartas partes de los españoles da por buena la existencia de locales para fumadores. La ley de marras es una efectiva restricción de la libertad y un estorbo a la conllevancia.
Estolidez. Los redactores de la ley confirman clamorosamente la opinión que de los políticos tiene la mayoría de los ciudadanos. La torpeza preside en especial la lista de espacios vedados al tabaco. Es patente que el legislador ha ido señalándolos a voleo, según se le pasaban por la cabeza, sin ninguna preocupación por el orden y la congruencia.
El artículo séptimo, así, cataloga los tales espacios desde la letra a hasta la equis. Al llegar a la erre menciona las "Estaciones de servicio y similares". A continuación, en la ese, introduce una disposición universal y omnicomprensiva: "Cualquier otro lugar en el que, por mandato de esta ley o de otra norma o por decisión de su titular, se prohíba fumar". Parece que ahí debiera acabarse la cosa. Pero no, el inventario vuelve a la enumeración particular: "Hoteles, hostales y establecimientos análogos", etcétera, etcétera. Para acabar majestuosamente: "En todos los demás espacios cerrados de uso público o colectivo". En comparación, la enciclopedia china de Borges es un modelo de lógica: "Los animales se dividen en a/ pertenecientes al Emperador, b/ embalsamados, c/ amaestrados, d/ lechones...".
De las luces que exhiben los parlamentarios reos del texto baste solo otro espécimen: según el artículo octavo, quien en un hotel quiera el desayuno en su habitación de fumador tendrá que salir de ella para que el camarero se lo sirva y que volver a entrar cuando el camarero salga.
Vileza. Domina la ley el espíritu persecutorio, en un horizonte de entredichos y busca de culpabilidades ("incluso en los supuestos de infracciones cometidas por menores"), de aliento a la intolerancia y la discordia, y de cerrazón sectaria a la realidad de la vida y de los hombres.
En la España de otros tiempos se llamaba malsín al que "de secreto avisa a la justicia de algunos delitos con mala intención y por su propio interés". Es un hecho que la ley y las incitaciones de la ministra de Sanidad están abriendo ya la puerta a los malsines. Nada tan fácil como la delación movida por conveniencias innobles, inquinas o malhumores, y anónima o presentada con una falsa identidad: no hay más que enviarla a cualquiera de las diligentes webs que le darán curso sin comprobar (así lo pregonan) "la veracidad de los datos expuestos por el denunciante". No se trata de una presunción: insisto, es ya un hecho.
Donde la actitud inquisitorial y el celo puritano se precipitan vertiginosamente hacia la vileza es en el nuevo artículo 7 c, que generaliza la interdicción en los "centros, servicios o establecimientos sanitarios, así como en los espacios al aire libre o cubiertos comprendidos en sus recintos". En ningún otro sitio estaría más justificado que ahí fijar lugares y excepciones para fumar (también marihuana). Pero los padres de la patria, hijos de moralinas abstractas y huérfanos de toda comprensión humana, desprecian las personas y las situaciones reales.
En las cárceles y en los psiquiátricos está autorizado fumar "en las zonas exteriores" o en "salas cerradas habilitadas al efecto". A los viejos y discapacitados se les permite en las áreas ad hoc de los asilos, aunque de ningún modo al aire libre ni en sus habitaciones. Con los enfermos hospitalizados no hay la mínima complacencia. A los padecimientos que comporta verse en tal situación, el legislador añade, ensañándose, la tortura de la abstinencia. "¡Qué escándalo -debe de juzgar-, satisfacer los bajos apetitos de un paciente terminal -de cáncer de pulmón, pongamos- que no piensa en otra cosa que en echarse unos pitillos!". Con absoluta desestima de los datos, de la voluntad y el sufrimiento ajenos, sacrifica al individuo cercano en el altar de un remoto ideal genérico. Líbrenos Dios de los altos principios.
P.S. En mi vida he fumado un solo cigarrillo.



Francisco Rico es miembro de la Real Academia Española.

Japón, pánico y desastre


Primero la conmoción, luego la magnitud del desastre. Incredulidad, abatimiento. Soledad. La de miles de personas que deambulan, que escaparon a la violencia de un terremoto y un tsunami devastador. Dos minutos interminables. La vida que pasa por la mente de cada uno. Miles de recuerdos se agolpan y hacinan en cuestión de milésimas. Con el paso de las horas se evidencia la tragedia. Una tragedia que retrotrae a los japoneses al final de la segunda guerra mundial. Y como en aquellas horas trágicas, de nuevo la pesadilla nuclear. Esta vez energía nuclear para usos civiles. Reactores que están ya en fusión en su núcleo. Otra nuclear que asoma su carga mortífera. Pánico, miedo a una explosión descontrolada. Puede suceder. Ojalá no lo haga nunca. Todo escapa al hombre. Somos frágiles, débiles, pero no lo creemos, no queremos. La naturaleza cobra su tributo en vidas humanas, en desastres naturales. No tiene sensibilidad, tampoco medida. Japón es un país y un territorio perfectamente sísmico. Pero por muchos temblores que existan nunca el ser humano está preparado para la tragedia.
Pueblos y ciudades fantasmas. Miles de desaparecidos a los que ahora se suman los cientos de miles de evacuados por el riesgo nuclear y la contaminación. Japón contiene el aliento, el mundo mira de frente. La amenaza es ingente. Nadie sabe lo que puede suceder en las próximas horas, en los próximos días. Ahora mismo lo económico y las pérdidas en recursos humanos, materiales, industriales, pasan momentáneamente a un segundo plano ante lo que puede suceder. Lecciones amargas, terriblemente dramáticas. Y la memoria se retrotrae sin querer a agosto de 1945. Devastación, hongo, muerte y silencio.
El país sigue sumido en una profunda crisis política y económica que dura prácticamente dos décadas. El despertar del sol naciente languideció en los noventa, acompañado de una volátil, sectaria y corrupta clase política. La impotencia y la incapacidad, la falta de regeneración, la trinchera política han hecho el resto, minar puentes, entendimientos que llevaron al país a ser la segunda potencia económica mundial, cuna de investigación y desarrollo. Hoy es una sombra de aquello que fueron, aún siendo la tercera potencia económica mundial. Pero en retroceso. Las huellas de este desastre llevará al país a unos años verdaderamente difíciles, con un déficit brutal que engordará al lacerante que ya tiene y que devora y supera en más de un 200% el PIB.
Esta catástrofe sin duda unirá, como en el pasado, al sabio pueblo japonés. Veremos si los políticos son capaces de estar a la altura. El país está paralizado, lo están sus fábricas, sus industrias, su energía, su fuerza y su entusiasmo. La reconstrucción costará decenas de miles de millones de euros. Tardará años, requerirá una gran inversión pública para estimular la economía y el desarrollo, la infraestructura material y natural, comunicaciones, recursos, suministros, etc.
Solo lo que tendrán que pagar las grandes reaseguradoras mundiales ante estos riesgos extraordinarios será multimillonario y solo el reaseguramiento mundial permite que no concursen o quiebren en cadena.
En apenas dos minutos y medio la noche cubrió de repente la claridad de un día en que las aguas arrasaron vidas, ciudades, empleos, ilusiones y futuro. Nos despertó todos de nuestra fragilidad y nuestra dolosa ignorancia. La naturaleza no tiene piedad cuando se enfurece. Somos de carne y hueso, barro y arcilla quebradiza. Vidas enteras se han truncado. Casas, pueblos, ciudades, esperanzas efímeras. Japón y su pueblo superarán esta tragedia, tardarán años, quizás una década. Es la hora del liderazgo y de la solidaridad, de escoger el trigo de la paja, de superar la adversidad y las diferencias.

Abel Veiga Copo - 15/03/2011

viernes, 18 de marzo de 2011

Las últimas horas del déspota


Qué pasa por la mente de un dictador en los últimos días, horas y minutos que preceden a su caída e inesperadamente le hunden en el muladar de la historia? ¿Cómo asimila el inimaginable pero real espectáculo de su amado pueblo vociferando contra él y quemando o pisoteando con furia su ubicuo retrato?

El proceso mental de un dictador ante su caída sería un tema literario fascinante. El tema es fascinante y si fuera un autor joven, con el potencial creativo intacto, trataría de expresarlo mediante un monólogo interior que mezclaría tiempos y espacios, imágenes de pasadas glorias y de presente hostil: desfiles victoriosos, tribunas de honor, recepciones palaciegas, besos lanzados al pueblo exultante de dicha, embriaguez de un poder sin límites y por consiguiente sin otro final plausible que el de una apoteosis en el lecho de muerte, rodeado de los suyos y de jefes de Estado en medio de expresiones de dolor y de llanto, ¡todo ello abolido de golpe por lo que Marx denominaba astucias de la historia!

La idea me tentó durante el derrocamiento y ejecución de los Ceausescu y me acucia de nuevo en ese vendaval de libertad que sacude a los países árabes y derriba como títeres de feria a sus dictadores y sátrapas. No ya a la manera biográfica de excelentes novelas como Yo el Supremo o La Fiesta del Chivo, sino del vértigo de un presente atemporal que discurre entre escabrosidades, remolinos y saltos de agua. El paso brusco de un matrimonio Ben Ali-Trabelsi todo mieles a la imagen desencajada del déspota en sus últimas apariciones ante la cámara, o del faraón benévolo en la plenitud de su magnificencia a la del viejo titubeante empujado a la escalerilla del avión que va a transportarlo a su inseguro destierro, invitan a una creatividad visual que puede transmutarse en literatura mediante el juego de la alternancia: los grandes sillones de respaldo dorado y terciopelo grana, diseñados, se diría, para el grato reposo de nalgas presidenciales o soberanas en contraposición con las chozas misérrimas del pueblo que supuestamente reverencia a quienes se acomodan en ellos; la sonrisa fija, sin destinatario preciso, de un Ben Ali momificado, con corbata y peluquín abrillantado en acorde perfecto, seguida de un plano del agonizante Mohamed Buazizi tendido en el lecho del hospital tras su inmolación crística abren para todo creador un campo de posibilidades casi infinitas.

Pero es el cambio gradual del joven coronel libio que dio el golpe de Estado contra la monarquía hace 42 años en el mascarón grotesco que incitaba a sus últimos fieles a exterminar a las "ratas" en sus escondrijos y levantaba el puño con rabia el que más y mejor se presta a un soliloquio en la vena del Ulises joyciano: el de un tirano asediado por recuerdos de su ensalzamiento a líder mundial y a quien sus pares, sedientos de petróleo, recibían con sonrisas y abrazos, en un stream of conciousness cuya corriente impetuosa mezclaría atropelladamente sus delirios de rey de África, los cadáveres ahorcados de centenares de opositores, las mazmorras subterráneas de su palacio de Bengasi, las declaraciones de amor a su pueblo, la transformación de la gran república de las masas popular y democrática en patrimonio familiar de él y sus hijos. La acronía del relato y el recurso a la gramática transformativa para transitar de una estructura oracional a otra serían el cauce de esta reproducción aleatoria de las vivencias confusas del autoproclamado Padre de los Libios: el terror a las hechiceras de Macbeth y a los complós de sus amados súbditos, el fundido de su jaima instalada en el corazón de las capitales europeas y sus celdas de tortura, del juicio siniestro de las enfermeras búlgaras y el rostro radiante de su cuidadora ucrania. El desafío creativo exigirá mucho esfuerzo y trabajo pero no dudo de que un día u otro algún novelista árabe lo acometerá.

Entretanto, y mientras se desconoce aún el final previsiblemente sangriento del coronel libio, deberemos contentarnos con los culebrones que tanto gustan en los países árabes y no árabes. ¿Quién encarnará el papel de la expeluquera aupada al rango de reina y señora de Túnez? ¿Acudirá al banco a sacar el dinero que atesora despeinada, convulsa y con el rostro deshecho? ¿Habrá una escena de reproches recíprocos entre ella y el ya achacoso marido? ¿Qué actores desempeñarán la función de mafiosos del todopoderoso clan Trabelsi? ¿Escucharemos sus gritos de cólera en el momento de la estampida? ¿Los veremos, mordiéndose las uñas de despecho, en su deshonroso exilio?

Y, si de Túnez pasamos a El Cairo, imaginamos ya la telenovela del próximo Ramadán. La ambiciosa señora Mubarak acusando de ineptitud a su marido, el hijo bueno o menos ladrón arremetiendo contra la cleptocracia instaurada por su madre y su hermano Gamal; los fieles que intentan cambiar de chaqueta a última hora y se hunden con el barco; el rostro incrédulo del que se creyó rey de por vida y ve hundida su obra y secuestrados sus bienes en el extremo sur del Sinaí bíblico.

Un acontecimiento histórico de la magnitud del que hoy vive el mundo árabe hallará un día el creador que con serenidad y maestría dé cuenta de él a los lectores futuros.


Juan Goytisolo.

"Japón ha entrado en una nueva era"


El escritor, una de las conciencias de Japón por su fidelidad a los valores sobre los que el país se reconstruyó tras la Segunda Guerra Mundial, recuerda el deber de respetar la memoria de los fallecidos y la dignidad del hombre.

El novelista Kenzaburo Oé, premio Nobel de Literatura en 1994, es una de las conciencias de su país. Siempre se ha mantenido fiel a los valores sobre los que se construyó el Japón de la posguerra. Se esfuerza con obstinación en recordar que la memoria es la base a partir de la cual se reflexiona sobre el presente. Nacido en 1935 en un pequeño pueblo de la isla de Shikoku, este hombre discreto es una voz ponderada y humanista de un Japón reducido a menudo a su cultura de masas o a sus productos. El autor de Notas sobre Hiroshima siempre se ha esforzado por vivir con dignidad.

Pregunta. En su opinión, ¿qué significado tiene la catástrofe que está viviendo Japón dentro de la historia moderna?

Respuesta. Desde hace unos días, los periódicos japoneses solo hablan de la catástrofe que estamos viviendo y la casualidad ha querido que uno de mis artículos, escrito la víspera del seísmo, se publicara en la edición vespertina del diario Asahi el 15 de marzo. En él evocaba la vida de un pescador de mi generación que había sido expuesto a radiación en el transcurso de una prueba de la bomba de hidrógeno en el atolón de Bikini. Yo lo conocí con 18 años. A partir de ese momento dedicó su vida a denunciar el engaño del mito de la fuerza de disuasión nuclear y la arrogancia de los que defienden su uso. ¿Sería un oscuro presagio el que me impulsó a evocar a aquel pescador justamente el día antes de la catástrofe? Lo cierto es que él había luchado también contra las centrales nucleares y había denunciado los riesgos que presentan.

Llevo mucho tiempo dándole vueltas al proyecto de revisar la historia contemporánea de Japón tomando como referencia tres grupos de personas: los fallecidos en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, las víctimas de la radiación de Bikini (uno de cuyos supervivientes fue ese pescador) y las víctimas de las explosiones en las centrales nucleares. Si analizamos la historia de Japón desde el punto de vista de estos fallecidos, víctimas de la energía nuclear, su tragedia queda de manifiesto.

Hoy comprobamos que el riesgo de las centrales nucleares se ha hecho realidad. Sea cual sea el aspecto de la catástrofe que estemos descubriendo (y con todo el respeto que siento por los esfuerzos humanos desplegados para ponerle freno), su significado no da lugar a ninguna ambigüedad: la historia de Japón ha entrado en una nueva fase y, una vez más, estamos sometidos a la mirada de las víctimas de la energía nuclear, de esos hombres y mujeres que han dado prueba de un gran valor en su sufrimiento. La lección que podremos extraer del desastre actual dependerá de la firme resolución de no repetir los mismos errores por parte de aquellos a los que se les ha concedido el derecho de vivir.

P. Esta catástrofe aúna de manera dramática dos fenómenos: la vulnerabilidad de Japón a los seísmos y el riesgo que presenta la energía nuclear. El primero es una realidad a la que este país lleva enfrentándose desde la noche de los tiempos. El segundo, que amenaza con ser todavía más catastrófico que el seísmo y el tsunami, es obra del hombre. ¿Qué sacó en claro Japón de la trágica experiencia de Hiroshima?

R. La importante lección que debemos extraer del drama de Hiroshima es la dignidad del hombre, tanto de aquellos y aquellas que murieron al instante como de los supervivientes, afectados en carne propia, y que durante años tuvieron que soportar un sufrimiento extremo que espero haber podido plasmar en algunos de mis escritos.

Los japoneses, que conocieron el fuego atómico, no deben plantearse la energía nuclear en función de la productividad industrial, es decir, no deben tratar de extraer de la trágica experiencia de Hiroshima una receta para el crecimiento. Al igual que en el caso de los seísmos, los tsunamis y otras calamidades naturales, hay que grabar la experiencia de Hiroshima en la memoria de la humanidad: es una catástrofe aún más dramática que las naturales porque la provocó el hombre. Reincidir, dando muestras con las centrales nucleares de la misma incoherencia respecto a la vida humana, es la peor de las traiciones al recuerdo de las víctimas de Hiroshima.

El pescador de Bikini al que he mencionado anteriormente no dejó de exigir la abolición de las centrales nucleares. Una de las grandes figuras del pensamiento japonés contemporáneo, Shuichi Kato (1919-2008), hablando de las bombas atómicas y de las centrales nucleares sobre las que el hombre pierde el control, recordaba la célebre expresión de una obra clásica, Almohada de hierbas, escrita hace 1.000 años por una mujer, Sei Shonagon. La autora evoca algo que al mismo tiempo parece muy lejano, pero que en realidad nos queda muy cercano. Una catástrofe nuclear parece una hipótesis lejana, improbable, pero siempre nos acompaña.

P. Más de 60 años después de su derrota, parece que Japón ha olvidado los compromisos que adquirió entonces: el pacifismo constitucional, la renuncia a la fuerza y tres principios antinucleares. ¿Piensa que el desastre actual despertará una conciencia contestataria?

R. Cuando se produjo la derrota de Japón, yo tenía 10 años. Un año después se promulgó la nueva Constitución y al mismo tiempo se aprobó la ley marco sobre la educación nacional, una especie de reformulación en términos más sencillos de la Ley Fundamental destinada a que los niños la entendieran más fácilmente.

Durante los 10 años que siguieron a la derrota, siempre me pregunté si el pacifismo constitucional, un elemento del cual es la renuncia al recurso a la fuerza, y luego los tres principios antinucleares (no poseer, no fabricar y no utilizar armas atómicas), reflejaban bien los ideales fundamentales del Japón de posguerra. (...)

Japón reconstituyó progresivamente una fuerza armada mientras que los acuerdos secretos con Estados Unidos permitieron la introducción de armas atómicas en el archipiélago, vaciando de sentido los tres principios antinucleares oficialmente anunciados. Esto no quiere decir, sin embargo, que no se tuvieran en cuenta los ideales de los hombres de la posguerra. Los japoneses habían conservado el recuerdo de los sufrimientos del conflicto y de los bombardeos nucleares. Los muertos que nos miraban nos obligaban a respetar esos ideales. El recuerdo de las víctimas de Hiroshima y de Nagasaki nos ha impedido relativizar el carácter pernicioso de las armas nucleares en nombre del realismo político. Nos oponemos a ellas. Y al mismo tiempo, aceptamos el rearme de facto y la alianza militar con Estados Unidos. Ahí es donde reside toda la ambigüedad del Japón contemporáneo.

Con el correr de los años, esta ambigüedad, fruto de la coexistencia del pacifismo constitucional, del rearme y de la alianza militar con Estados Unidos, no ha hecho más que reforzarse ya que no dimos ningún contenido conciso a nuestros compromisos pacifistas. La confianza total de los japoneses en la eficacia de la fuerza de disuasión estadounidense permitió que la ambigüedad de la posición de Japón (país pacifista bajo el paraguas nuclear estadounidense) se convirtiera en el eje de su diplomacia. Una confianza en la fuerza disuasoria estadounidense que iba más allá de las divisiones políticas y que fue reafirmada por el primer ministro demócrata, Yukio Hatoyama, con ocasión del aniversario, en agosto de 2010, del bombardeo atómico sobre Hiroshima, mientras que el representante estadounidense subrayó más bien en su alocución los peligros de este arma.

Podemos esperar que el accidente de Fukushima permitirá a los japoneses reencontrarse con los sentimientos de las víctimas de Hiroshima y de Nagasaki y reconocer el peligro de todo lo nuclear, del que tenemos nuevamente ante nuestros ojos un trágico ejemplo, y poner fin a la ilusión de la eficacia de la disuasión preconizada por las potencias que disponen del arma atómica.

P. Si tuviese que contestar a la pregunta que plantea el título de uno de sus libros, Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, ¿qué diría hoy?

R. Escribí ese libro cuando había alcanzado la llamada edad de la madurez. Estoy en lo que llaman la tercera edad y estoy escribiendo "una última novela". Si logro sobrevivir a la locura actual, el libro que terminaré empezará con una cita del final de El infierno de Dante que dice más o menos: "Y después saldremos para volver a ver las estrellas".

© Le Monde Traducción de News Clips.

Ideas importantes:
"Estamos sometidos a la mirada de las víctimas de la energía nuclear"

"El riesgo de las centrales atómicas se ha hecho realidad"

"Espero que el accidente nos lleve a ver el peligro de todo lo nuclear"

"La importante lección del drama de Hiroshima es la dignidad"