lunes, 23 de mayo de 2011

No piden la luna





Quién nos iba a decir a estas alturas del partido que debajo de los adoquines era verdad que estaba la playa, que cualquier noche puede salir el sol, y todavía nos queda el París de Madrid en este mayo que no tiene el alma muerta y hoy siente bullir la sangre. Los hijos que sí tuvimos no se esconden ya en las cloacas y adivinan que ya tendríamos que haber dicho basta, que haber dicho no, que haber tirado de un lado y de otro de esa estaca podrida que nos habíamos clavado nosotros mismos en el pecho de nuestros sueños.

Ladran porque cabalgan, jinetes del futuro al sol y a la luna. Les han sacado los colores a la izquierda. Por ellos, la derecha saca de nuevo los colmillos. Les han dicho de todo y nada bonito. Nos han dicho de todo y con verdades de ingenio como puños que quizá ya nadie alza.

Son jóvenes en su mayoría, esa generación ni-ni a la que siempre hemos acusado, los que nos atrevimos a nada, los que en seguida nos plegamos al conformismo y a la esclavitud de los relojes y las nóminas, de vivir una vida muelle, una vida fácil. Nosotros, que ni siquiera podíamos contarles, como nos contaron nuestros padres, batallitas de lo dura que fue la vida en la posguerra. Los hemos malcriado y esperábamos, quizá, que los gritos de su silencio vinieran a disimular los silencios de esos otros gritos que nosotros dejamos de tirar al cielo quizá un mes de febrero del año 1981.

Están indignados pero lo que reparten es ilusión. Han aprendido que la tecnología es un arma cargada de presente, que el pensamiento libre no se corta como se corta una señal desde un satélite, que con su puedo y su quiero van juntos desalambrando lo que con cuatro palabritas finas nos robaron, nos roban. Piden pan y la palabra, están hartos de estar hartos, y quieren lo que nosotros quisimos, lo que quizá consiguieron por nosotros, la herencia que no les vamos a dejar porque algo en la sombra, venido de las catacumbas del Mordor contemporáneo que es Wall Street, les ha borrado del futuro.

Quizá lo que quieren es virgencita que me quede como estoy. Recuperar el tiempo perdido que les hemos quitado del mañana que les prometimos tan felices. Y piden lo que tendríamos que haber pedido todos hace ya mucho tiempo. La democracia no es una meta, sino un camino. Y ese camino es revisable. Lo que se marchita, se siembra de nuevo. No nos piden la luna: no hace falta. Piden el sol desde Sol, desde los muchos soles que nos alumbran esta democracia sin debate interno y dirigida desde fuera a la que hemos claudicado. Piden recuperar entre todos la esperanza.

Rafael Marín. Publicado en La Voz de Cádiz el 23-05-2011

lunes, 16 de mayo de 2011

El viejo que leía novelas de amor II



Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la
disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de
odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando,
seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.
Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos,
rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al
tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambiaba de opinión.
Al caer la noche, si deseaba estar solo se tumbaba bajo una canoa, y si en
cambio precisaba compañía buscaba a los shuar.
Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de
hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eterna
fogata de tres palos.
—¿Cómo somos? —le preguntaban.
—Simpáticos como una manada de micos, habladores como los papagayos
borrachos, y gritones como los diablos.
Los shuar recibían las comparaciones con carcajadas y soltando sonoros
pedos de contento.
—Allá, de donde vienes, ¿cómo es?
—Frío. Las mañanas y las tardes son muy heladas. Hay que usar ponchos
largos, de lana, y sombreros.
—Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.
—No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos
bañarnos como ustedes, cuando quieren.
—¿Los monos de ustedes también llevan poncho?
—No hay monos en la sierra. Tampoco saínos. No cazan las gentes de la
sierra. —¿Y qué comen, entonces?
—Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las
fiestas. O un cuy en los días de mercado.
—¿Y qué hacen, si no cazan?
—Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta.
—¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar.
A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos
parajes. Dos colmillos secretos se encargaron de transmitirle el mensaje.

El viejo que leía novelas de amor






















El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.
Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.
Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo. Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.
Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura. Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.
Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos. Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable.
Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se negaban a pagar las multas por alteración del orden público.
Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños. El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y del dentista, pero duró poco en el cargo.
Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por las hormigas.

(Luis Sepúlveda. Un viejo que leía novelas de amor)

ORIENTACIONES PARA EL COMENTARIO

El fragmento para el comentario que se nos propone pertenece a la obra “Un viejo que leía novelas de amor”, que constituye un texto literario de género narrativo. Su autor, Luis Sepúlveda, nacido en Chile en 1949, es un destacado novelista del post-boom de la literatura hispanoamericana, aunque también ha cultivado otros géneros como la poesía y el cuento.
En esta obra, galardonada con el premio Tigre Juan y traducida a catorce idiomas, nos presenta la historia de Antonio José Proaño, un anciano solitario que, después de haber pasado largos años conviviendo con los indígenas shuar, quienes llegaron a considerarlo uno de los suyos, conoce todos los secretos de la selva amazónica. Sin embargo, su territorio se encuentra ahora amenazado por la llegada del hombre blanco y por la destrucción cruel y ciega que éste trae consigo. Podríamos considerar que la denuncia ecologista de la destrucción de la Amazonia es un tema presente a lo largo de toda la obra, y que el autor sabe tratar de forma magistral en la creación de ambientes, situaciones y personajes.

La historia se desarrolla a principios del siglo XX, aunque la narración, en ocasiones, se basa en los recuerdos o hechos pasados que vienen a la mente del protagonista, y que explican algunos de los acontecimientos importantes en la historia. El narrador es omnisciente, es decir, conocedor de los hechos de forma total y absoluta, sabiendo en cada instante, lo que piensan y sienten los personajes. (Sería conveniente apoyar estas afirmaciones con ejemplos extraídos del fragmento o de otros pasajes del libro)

Podría hacerse una valoración de los personajes en función de su caricaturización según su comportamiento en relación con el respeto a la naturaleza, tan presente a lo largo del libro. Así tenemos dos grupos:

-Aquéllos que respetan la naturaleza y valoran su conservación: Proaño, Loachamín (el dentista), Nushiño y la tigrilla ( que es realmente un personaje fundamental en la trama de la novela, por ser el único que presenta un valor simbólico, es decir, podría ser visto como la naturaleza invadida por la civilización, que tiene un final trágico)

-Personajes que suponen la destrucción de la naturaleza: Este grupo estaría formado por el Alcalde, personaje descrito en este fragmento, y los gringos y cazadores, considerados como ambiciosos y estúpidos.

En cuanto al alcalde, personaje al que está dedicado este pequeño texto, podríamos decir que es el antagonista a Antonio José Bolívar Proaño, protagonista de esta obra, conocedor y amante de la Amazonia y los shuar. El Alcalde, por el contrario, es retratado como un ser despreciable, tanto física como moralmente, que no hace más que complicar la trama. Es un personaje gordo, odiado por todos, que llega a “El Idilio” con la pretensión de ganar dinero. Es, además, símbolo de la "civilización" blanca, completo desconocedor de las costumbres y usos de la zona, y que pretende ejercer la autoridad en un “territorio ingobernable”. La caracterización del personaje –obeso, sudoroso- ya nos da a entender el desprecio que provoca entre los lugareños; pero se trata de un desprecio recíproco, mayor si cabe por parte del alcalde, que se basa en la consideración de que los indios son seres incivilizados.

Esta idea, que podríamos afirmar se encuentra establecida en la cultura occidental desde la llegada de Colón a América, es precisamente la que se plantea invertir Luis Sepúlveda con este relato. El conflicto entre civilización y barbarie, la progresiva desvinculación del desarrollo de la razón con la naturaleza, los sentidos y el instinto aparecen representados en la novela por unos colonizadores que se entremeten en un mundo del que nada conocen y al que nada deben, alterando a su paso el equilibrio antes tan bien atesorado. Los habitantes de la selva, por su parte, aparecen pasivos ante un poder invencible que, de hecho, terminará acabando con ellos.

No se trata de un tema imaginario: la novela indigenista americana, vertiente dentro de la que podemos encuadrar esta obra, constituye un extraordinario medio de denuncia a ese “progreso” que ya ha acabado con más de un sesenta por ciento de la selva amazónica, y ante todo, un canto al amor por la naturaleza.

sábado, 14 de mayo de 2011

Los girasoles ciegos



Texto 1:

Si tuviéramos que imaginar en qué se convirtió la vida para el capitán Alegría, deberíamos hablar de un torbellino de aceite: lento, pastoso, inexorable. Paseando su soledad en aquel hangar de angustias, envuelto en el vacío, trasladando consigo la distancia entre él y el universo, aguardó el momento que precede al final ignorando que el final no estaba escrito.
Nueve días estuvo esperando su turno. Cada madrugada, al azar, como recuas, un grupo de prisioneros era obligado a formar en el hangar y conducido, de a dos en fondo, hasta unos camiones que se perdían ruidosamente en un paisaje tibio y desolado. Pocos se despedían. Los más se iban en silencio. Es probable que a Alegría, acostumbrado a observar a su enemigo, la muerte sin aspavientos le resultara familiar, pero la vida aprisionada en la casualidad de estar o no estar en el rincón elegido para designar los muertos debió de resultarle insoportable. Alegría rechazaba el azar, necesitaba el orden.
Podemos suponer cierto alivio cuando el día dieciocho, exhausto bajo una lluvia inclemente, fue él uno de los miembros de la recua. En el camión, hacinados y guardando el equilibrio, todos los condenados se miraban a los ojos, se cogían de la mano, se apretaban unos contra otros. A mitad de camino, una mano buscó la suya y su soledad se desvaneció en un apretón silencioso, prolongado, intenso, que le dio cabida en la comunidad de los vencidos. Tras la mano, una mirada. Otras miradas, otros ojos enrojecidos por la debilidad y el llanto sofocado. “Perdonadme”, dijo, y se zambulló en aquel tumulto de cuerpos desolados.

Los girasoles ciegos, primer relato

Texto 2:

Juan supo que ya no tendría mucho tiempo para acabar su carta. Con una letra parsimoniosa y minúscula siguió escribiendo hasta agotar todo el papel que había conseguido:
“Aún estoy vivo, pero cuando recibas esta carta ya me habrán fusilado. He intentado enloquecer pero no lo he conseguido. Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza. He descubierto que el idioma que he soñado para inventar un mundo más amable es, en realidad, el lenguaje de los muertos. Acuérdate siempre de mí y procura ser feliz. Te quiere, tu hermano Juan.”
Trató de imaginarse el gesto del alférez capellán cuando tuviera que censurar su carta. Cerró el sobre, puso la dirección de su hermano y se la entregó al guardia de turno para que le diera curso. Era lo habitual.
Así se despedían siempre los muertos de los vivos.

Los girasoles ciegos, tercer relato.

Texto 3:

Me sentí pastor y fui feliz al saber que había descarriados en mi rebaño. ¡Cuán lejos estaba yo, Padre, de saber que yo era el lobo! Como Bossuet, hice acopio de mi cáliz para darles de beber los secretos del Señor. Comencé a hacerme el encontradizo.
Nunca obligué al niño a cantar, aunque no me pasaba desapercibido su fingimiento. Al romper filas, cada tarde, los alumnos se abalanzaban hacia la puerta de salida del colegio. Yo espiaba el comportamiento de Lorenzo y no pocas veces tuve ocasión de encontrarme con su madre. Al principio nos limitábamos a saludarnos formalmente y, aunque ella rehuía mi conversación, poco a poco comenzamos a intercambiar algunos comentarios sobre el niño, luego sobre la infancia alborotada, sobre la misión de la docencia y otros temas que, pensé, me llevarían a hablar de las verdades del alma.
Yo, Padre, notaba que me sentía a gusto junto a ella, pero pensé que si Dios había querido dotar al hombre de una compañera semejante a su primera criatura, adjutorium simili sibi, era también Su Voluntad que yo sintiera la complacencia que sentía. Lorenzo guardaba silencio, si bien es cierto que buscaba con insolencia la mirada de su madre, pero yo, lejos de notar las complicidades que se traían entre manos, me complacía también por el amor filial que su madre le inspiraba. La pez es densa y es oscura para ser impenetrable, Padre.
No niego que intuí en Elena el ancestro de Eva, no el de la Eva hermosa, pura y grácil (…) sino el de la Eva caída, desnuda y arrepentida, la primera inductora del mal. Pese a ello, convertí en rutina acompañar a Lorenzo y a su madre un trecho del camino (..). Había algo en Elena que me inducía a librar mi propia batalla.

Los girasoles ciegos, cuarto relato.