La regulación de las descargas ilícitas en la Red, tras el acuerdo entre los principales partidos políticos, está hoy más cerca de aprobarse que nunca y, sin embargo, los creadores se muestran escépticos y en Internet siguen las críticas. Y no se trata de la insatisfacción de quienes han tenido que renunciar a una parte de sus exigencias, es que se sigue hablando de cosas distintas. Contra la regulación de las descargas en la Red están quienes se oponen al canon digital, a las entidades de gestión, al Gobierno chino, los que exigen un nuevo modelo de negocio a la industria cultural, los que aplauden a Wikileaks, y tertulianos y diputados con algo que reprochar al Gobierno.
Pero la mal llamada ley Sinde persigue objetivos muy modestos. No es una ley sobre Internet, no regula derechos ni deberes, pues en la Red tenemos los mismos derechos y deberes que en el resto de nuestra vida, pero la tecnología al igual que amplía los límites de nuestra libertad, posibilita también nuevas formas de cometer abusos.
Internet es un espacio de información al que accedes contratando un servicio (como la luz o el teléfono fijo) que conecta tu ordenador a millones de ordenadores donde personas y empresas ponen información y servicios. Pero en esos ordenadores no puedes hacer lo que quieras, no, al menos, sin consecuencias. Si difundes pornografía infantil se te cae el pelo, si vendes productos milagro, se te cae el pelo. Todos los Gobiernos cierran diariamente webs que realizan actividades ilícitas, y no solo las cierran, sus responsables responden ante la justicia.
En España tenemos los mejores especialistas en delito telemático del mundo y para que estos puedan impedir, por ejemplo, que me timen o que operen fraudulentamente con mis datos personales y mi identidad, el Gobierno (primero con mayoría del PP, y luego del PSOE) ha tenido que hacer algunas leyes y cambiar otras. Sin esos cambios, ni la policía ni los jueces podrían operar y los ciudadanos, y especialmente los que además somos internautas, veríamos muchos de nuestros derechos desprotegidos.
Los últimos años se ha detenido a decenas de personas por grabar fraudulentamente en salas de cine y distribuir copias con el objeto, simple y llano, de hacer negocio. Y no es un mal negocio, pues gracias a complejas organizaciones y al uso de tecnología punta, los beneficios, calculados por los propios internautas, no bajan del medio millón de euros al año. Pero a los dueños de estas webs no se les cae el pelo, y no porque sean defensores de la libertad y difundan la cultura, sino porque dos leyes actuales y una lamentable interpretación de la fiscalía se contradicen hasta el extremo de que unos jueces los condenan por los mismos delitos que otros los absuelven.
El acuerdo parlamentario alcanzado en el Senado, en el marco de una ley mucho más amplia para mejorar la competitividad de nuestra economía, dedica apenas ocho artículos a reformar muy parcialmente esas dos leyes desfasadas por el desarrollo tecnológico (Ley de Propiedad Intelectual y de Servicios de la Sociedad de la Información) y pretende asegurar que los mismos derechos que se protegen en el mundo físico se protejan también en la Red.
Francia persigue a los usuarios que, abusando de las condiciones del "servicio", realizan descargas de obras sin licencia. En España, Gobierno e industria cultural apuestan por un modelo que se limita al cierre de páginas web (es decir, persigue a quien difunde y lo hace con ánimo de lucro, no a quien descarga) pero, además, como alguna de estas webs se puede considerar un medio de comunicación (y la libertad de expresión es un derecho que debe estar especialmente protegido) un juez advertirá previamente si la web en cuestión es un prestigioso blog difundiendo la obra de un creador para público escarnio, o una de esas más de 200 webs que en nuestro país ganan mucho dinero mediante publicidad, servicios de pago y otros sistemas, siempre a costa del trabajo de otros.
Pues en Internet, copiar (sin el permiso del autor) sí es robar. En la Red no te hace falta sustraer un original para que un creador se quede sin nada, basta con quitarle al original todo su valor económico, difundiendo millones de copias. Copias que nunca son gratis. Pagas por el uso de la Red (más de un 20% más cara que en el resto de Europa), pagas por los sistemas de descarga (muchos de ellos, además, curiosamente protegidos por derechos de autor), pagas por los servicios Premium, pagas por el uso de la tecnología no por los contenidos que esta te ayuda a disfrutar. Quienes abogan por la "libertad" y la "gratuidad" en la Red, en realidad, defienden el lucrativo negocio de quienes no pagan por los contenidos con los que intermedian.
Sin embargo, coincido con los que defienden que esta reforma no solucionará los problemas de la industria cultural, abocada a un profundo cambio de modelo de negocio. Francamente, impedir la venta fraudulenta de música por la Red no ayudará a la recuperación del CD. En mi opinión, la Red, con descargas legales o ilegales, ya ha cambiado el hábito de los consumidores y los CD a 22 euros pronto pasarán a ser objeto de coleccionistas, como los vinilos.
Pero no es el CD lo que hay que salvar, sino los incentivos de una comunidad para crear buena música y es buena música lo que reclaman insistentemente millones de personas cuando navegan por Internet. Y para atender la mayor demanda de consumo cultural que ha existido nunca, discográficas, editoras y productoras saben que solo hay un camino: adaptar la oferta legal a las enormes potencialidades de la Red.
En España y en otros países tenemos buenos ejemplos de nuevos modelos de comercialización de contenidos legales en Internet, algunos de pago, otros gratuitos, pero todos ellos ruinosos. Y esto es así, entre otros motivos, porque no pueden competir con las webs que difunden los mismos contenidos de forma ilícita, sin pagar impuestos ni derechos a sus creadores. Lo que la ley Sinde pretende es, simplemente, evitar esa competencia desleal.
Es falso que exista un debate entre propiedad intelectual y libertad. Sin libertad no hay creación ni propiedad intelectual, y quien defiende los abusos no defiende la libertad, sino los privilegios (sean estos tecnológicos o de casta). Es lícito pretender cambiar la actual protección de la propiedad intelectual, no lo es hacerlo apoyándose en quien abusa de ella para hacer beneficios a costa de terceros.
"En la Red todo va bien", argumentan los que se oponen a la reforma, "cambien todo lo demás". En la Red ganan dinero las operadoras y las empresas de intermediación, y lo pierden quienes crean contenidos porque "no se adaptan a las nuevas reglas de juego". "Manda el usuario", dicen, cuando en realidad manda quien alquila el cable, vende el software y logra posiciones dominantes que impiden la competencia. Estos nuevos "progresistas" se parecen mucho a los viejos conservadores cuando, además, recurren con insistencia a las viejas partidas de linchamiento (ahora virtuales, pero muy al estilo medieval) contra todo aquel que relativiza el credo tecnológico.
El Gobierno (ahora con el apoyo del PP y CiU) no se enfrenta a un dilema electoral entre jóvenes o el mundo de la cultura. Falso simplismo, cada cual,, como siempre, votará por mil factores. La ley Sinde no criminaliza a los usuarios de la Red, persigue a quien abusa, oculto tras la tecnología o el anonimato, del trabajo, curiosamente siempre intelectual, de otros.
Si la Ley de Propiedad Intelectual requiere cambios, que se hagan y que se apliquen por igual en la Red y fuera de ella. No es el momento de ajustar cuentas con el Gobierno o las entidades de gestión, nos enfrentamos a un problema que no admite demoras, ni seguir mirando hacia otro lado, pues una sociedad que acostumbra a sus jóvenes a pagar por la tecnología y a despreciar el valor económico de la cultura es una sociedad que, irreversiblemente, se empobrece.
Pero la mal llamada ley Sinde persigue objetivos muy modestos. No es una ley sobre Internet, no regula derechos ni deberes, pues en la Red tenemos los mismos derechos y deberes que en el resto de nuestra vida, pero la tecnología al igual que amplía los límites de nuestra libertad, posibilita también nuevas formas de cometer abusos.
Internet es un espacio de información al que accedes contratando un servicio (como la luz o el teléfono fijo) que conecta tu ordenador a millones de ordenadores donde personas y empresas ponen información y servicios. Pero en esos ordenadores no puedes hacer lo que quieras, no, al menos, sin consecuencias. Si difundes pornografía infantil se te cae el pelo, si vendes productos milagro, se te cae el pelo. Todos los Gobiernos cierran diariamente webs que realizan actividades ilícitas, y no solo las cierran, sus responsables responden ante la justicia.
En España tenemos los mejores especialistas en delito telemático del mundo y para que estos puedan impedir, por ejemplo, que me timen o que operen fraudulentamente con mis datos personales y mi identidad, el Gobierno (primero con mayoría del PP, y luego del PSOE) ha tenido que hacer algunas leyes y cambiar otras. Sin esos cambios, ni la policía ni los jueces podrían operar y los ciudadanos, y especialmente los que además somos internautas, veríamos muchos de nuestros derechos desprotegidos.
Los últimos años se ha detenido a decenas de personas por grabar fraudulentamente en salas de cine y distribuir copias con el objeto, simple y llano, de hacer negocio. Y no es un mal negocio, pues gracias a complejas organizaciones y al uso de tecnología punta, los beneficios, calculados por los propios internautas, no bajan del medio millón de euros al año. Pero a los dueños de estas webs no se les cae el pelo, y no porque sean defensores de la libertad y difundan la cultura, sino porque dos leyes actuales y una lamentable interpretación de la fiscalía se contradicen hasta el extremo de que unos jueces los condenan por los mismos delitos que otros los absuelven.
El acuerdo parlamentario alcanzado en el Senado, en el marco de una ley mucho más amplia para mejorar la competitividad de nuestra economía, dedica apenas ocho artículos a reformar muy parcialmente esas dos leyes desfasadas por el desarrollo tecnológico (Ley de Propiedad Intelectual y de Servicios de la Sociedad de la Información) y pretende asegurar que los mismos derechos que se protegen en el mundo físico se protejan también en la Red.
Francia persigue a los usuarios que, abusando de las condiciones del "servicio", realizan descargas de obras sin licencia. En España, Gobierno e industria cultural apuestan por un modelo que se limita al cierre de páginas web (es decir, persigue a quien difunde y lo hace con ánimo de lucro, no a quien descarga) pero, además, como alguna de estas webs se puede considerar un medio de comunicación (y la libertad de expresión es un derecho que debe estar especialmente protegido) un juez advertirá previamente si la web en cuestión es un prestigioso blog difundiendo la obra de un creador para público escarnio, o una de esas más de 200 webs que en nuestro país ganan mucho dinero mediante publicidad, servicios de pago y otros sistemas, siempre a costa del trabajo de otros.
Pues en Internet, copiar (sin el permiso del autor) sí es robar. En la Red no te hace falta sustraer un original para que un creador se quede sin nada, basta con quitarle al original todo su valor económico, difundiendo millones de copias. Copias que nunca son gratis. Pagas por el uso de la Red (más de un 20% más cara que en el resto de Europa), pagas por los sistemas de descarga (muchos de ellos, además, curiosamente protegidos por derechos de autor), pagas por los servicios Premium, pagas por el uso de la tecnología no por los contenidos que esta te ayuda a disfrutar. Quienes abogan por la "libertad" y la "gratuidad" en la Red, en realidad, defienden el lucrativo negocio de quienes no pagan por los contenidos con los que intermedian.
Sin embargo, coincido con los que defienden que esta reforma no solucionará los problemas de la industria cultural, abocada a un profundo cambio de modelo de negocio. Francamente, impedir la venta fraudulenta de música por la Red no ayudará a la recuperación del CD. En mi opinión, la Red, con descargas legales o ilegales, ya ha cambiado el hábito de los consumidores y los CD a 22 euros pronto pasarán a ser objeto de coleccionistas, como los vinilos.
Pero no es el CD lo que hay que salvar, sino los incentivos de una comunidad para crear buena música y es buena música lo que reclaman insistentemente millones de personas cuando navegan por Internet. Y para atender la mayor demanda de consumo cultural que ha existido nunca, discográficas, editoras y productoras saben que solo hay un camino: adaptar la oferta legal a las enormes potencialidades de la Red.
En España y en otros países tenemos buenos ejemplos de nuevos modelos de comercialización de contenidos legales en Internet, algunos de pago, otros gratuitos, pero todos ellos ruinosos. Y esto es así, entre otros motivos, porque no pueden competir con las webs que difunden los mismos contenidos de forma ilícita, sin pagar impuestos ni derechos a sus creadores. Lo que la ley Sinde pretende es, simplemente, evitar esa competencia desleal.
Es falso que exista un debate entre propiedad intelectual y libertad. Sin libertad no hay creación ni propiedad intelectual, y quien defiende los abusos no defiende la libertad, sino los privilegios (sean estos tecnológicos o de casta). Es lícito pretender cambiar la actual protección de la propiedad intelectual, no lo es hacerlo apoyándose en quien abusa de ella para hacer beneficios a costa de terceros.
"En la Red todo va bien", argumentan los que se oponen a la reforma, "cambien todo lo demás". En la Red ganan dinero las operadoras y las empresas de intermediación, y lo pierden quienes crean contenidos porque "no se adaptan a las nuevas reglas de juego". "Manda el usuario", dicen, cuando en realidad manda quien alquila el cable, vende el software y logra posiciones dominantes que impiden la competencia. Estos nuevos "progresistas" se parecen mucho a los viejos conservadores cuando, además, recurren con insistencia a las viejas partidas de linchamiento (ahora virtuales, pero muy al estilo medieval) contra todo aquel que relativiza el credo tecnológico.
El Gobierno (ahora con el apoyo del PP y CiU) no se enfrenta a un dilema electoral entre jóvenes o el mundo de la cultura. Falso simplismo, cada cual,, como siempre, votará por mil factores. La ley Sinde no criminaliza a los usuarios de la Red, persigue a quien abusa, oculto tras la tecnología o el anonimato, del trabajo, curiosamente siempre intelectual, de otros.
Si la Ley de Propiedad Intelectual requiere cambios, que se hagan y que se apliquen por igual en la Red y fuera de ella. No es el momento de ajustar cuentas con el Gobierno o las entidades de gestión, nos enfrentamos a un problema que no admite demoras, ni seguir mirando hacia otro lado, pues una sociedad que acostumbra a sus jóvenes a pagar por la tecnología y a despreciar el valor económico de la cultura es una sociedad que, irreversiblemente, se empobrece.
Joan Navarro es sociólogo, ex director de la Coalición de Creadores y vicepresidente de Asuntos Públicos de Llorente y Cuenca.
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