Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la
disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de
odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando,
seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.
Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos,
rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al
tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambiaba de opinión.
Al caer la noche, si deseaba estar solo se tumbaba bajo una canoa, y si en
cambio precisaba compañía buscaba a los shuar.
Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de
hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eterna
fogata de tres palos.
—¿Cómo somos? —le preguntaban.
—Simpáticos como una manada de micos, habladores como los papagayos
borrachos, y gritones como los diablos.
Los shuar recibían las comparaciones con carcajadas y soltando sonoros
pedos de contento.
—Allá, de donde vienes, ¿cómo es?
—Frío. Las mañanas y las tardes son muy heladas. Hay que usar ponchos
largos, de lana, y sombreros.
—Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.
—No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos
bañarnos como ustedes, cuando quieren.
—¿Los monos de ustedes también llevan poncho?
—No hay monos en la sierra. Tampoco saínos. No cazan las gentes de la
sierra. —¿Y qué comen, entonces?
—Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las
fiestas. O un cuy en los días de mercado.
—¿Y qué hacen, si no cazan?
—Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta.
—¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar.
A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos
parajes. Dos colmillos secretos se encargaron de transmitirle el mensaje.
disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de
odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando,
seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.
Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos,
rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al
tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambiaba de opinión.
Al caer la noche, si deseaba estar solo se tumbaba bajo una canoa, y si en
cambio precisaba compañía buscaba a los shuar.
Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de
hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eterna
fogata de tres palos.
—¿Cómo somos? —le preguntaban.
—Simpáticos como una manada de micos, habladores como los papagayos
borrachos, y gritones como los diablos.
Los shuar recibían las comparaciones con carcajadas y soltando sonoros
pedos de contento.
—Allá, de donde vienes, ¿cómo es?
—Frío. Las mañanas y las tardes son muy heladas. Hay que usar ponchos
largos, de lana, y sombreros.
—Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.
—No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos
bañarnos como ustedes, cuando quieren.
—¿Los monos de ustedes también llevan poncho?
—No hay monos en la sierra. Tampoco saínos. No cazan las gentes de la
sierra. —¿Y qué comen, entonces?
—Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las
fiestas. O un cuy en los días de mercado.
—¿Y qué hacen, si no cazan?
—Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta.
—¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar.
A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos
parajes. Dos colmillos secretos se encargaron de transmitirle el mensaje.
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